lunes, 15 de septiembre de 2008

ME MORDIO UNA IGUANA

ME MORDIO UNA IGUANA

De todas las oportunidades que el pueblo de Lagunillas de Mérida en Venezuela me ofreció en mi niñez para divertirme y departir con mis amigos y condiscípulos, en los momentos de ocio y descanso escolar, estaba recorrer los innumerables senderos que permitían caminar por los campos aledaños al pueblo.
Un camino que acostumbraba visitar era el que se iniciaba en el extremo más al Norte de la población, llamado la punta de San Miguel, recorría varios cientos de metros hasta el riachuelo, vía San Juan, y desde allí seguía las márgenes de la quebrada, a mi izquierda bajando por el riachuelo en la falda de la montaña estaba la cueva, el lugar se encontraba cortado de forma vertical, lo que permitió la formación de la caverna, mi curiosidad consistía en asomarme al hueco para observar las docenas de murciélagos que habitaban el lugar, me llamaba la atención la capacidad de esos mamíferos para volar en la noche y orientarse siguiendo los chirridos que emitían, me preguntaba sobre la veracidad de la relación que existía entre estos animales con el rey del averno: drácula, que tanto temor me causaba al verlo en las películas que en blanco y negro proyectaban en el cine, que era una casa de familia en la que se improvisaba la sala de proyección un gran patio, con una parte techada, preferencia, y otra al aire libre, popular, pagaba un bolívar para entrar, siempre a popular, me sentaba en el suelo del patio sin techo, me gustaba porque disfrutaba del fresco de la noche en ese pueblo que era demasiado caluroso, en la penumbra de la noche, más el ambiente creado por los parlantes, me producía inmenso temor, sin embargo la curiosidad podía más, para fijarme en la trama de la película.
Finalizada la exploración a la cueva de los murciélagos me incorporé al sendero que recorría por debajo de centenarios ceibos, cedros y acacias que creaban un micro clima, se sentía que la temperatura disminuía por lo menos dos grados, con respecto al ambiente de la localidad, la sombra conservaba la humedad del suelo, un campesino me explico que el bucare (ceibo era preferido para la cobertura de las plantas de café arábigo que requerían para su reproducción de sombra, me dijo que esta planta llamaba el agua por eso es que lo sembraban de forma masiva en las vegas de las cuencas media y baja del río Chama, por los meses de abril y mayo principalmente florecía, sus pétalos de color anaranjado con la forma de un gallito, era tal la abundancia de esta especie forestal en todo el estado Mérida que fue seleccionado como el árbol emblema de la entidad federal.
El ambiente del fondo del cañón regado por la quebrada y protegido del sol por la floresta, contrastaba notablemente con el erial de los parajes aledaños, con suelos pobres y desprotegidos, escasa vegetación en la que predominaban las especies adaptadas a los ambientes semidesérticos: tunas, pringamosas, cactus, guasabaras, olivos, castañedos, cujíes que crecían entre las piedras; en eso lugares pastaban famélicos chivos y ovejas de forma realenga, que ramoneaban el escaso forraje, los campesinos criaban estos animales para obtener ingresos extras y suplemento para la alimentación .
El sendero conducía a una planicie amplia, laboriosamente cultivada con hortalizas de clima cálido: tomates, ají, pimentón, cebollas, cebollín, otros cultivos se producían en ese sitio: caña de azúcar, tabaco, algodón y maíz, el ambiente es un paraíso, sabiamente regado debido a la ingeniosa red de canales (acequias) y estanques por la que se distribuye el agua, aprovechando al máximo el líquido vital.
El sendero estaba amenizado por el trinar de las numerosas aves que en ella anidaban y se reproducían: turpiales, gonzalitos, arrendajos, paparotes, pico e platas, cucaracheros que se alimentaban con la abundante provisión de frutas, flores, semillas e insectos que en toda la extensión del profundo cañón se conseguían.
Era impresionante observar la cantidad y variedad de mariposas que allí se reproducían: amarillas, monarcas, azules, rojas, de varios colores, blancas, grandes, medianas y pequeñitas, con las que se alimentaban las aves y los reptiles, los insectos cumplían la función de polinización de las flores. Los reptiles se daban un banquete con la abundancia de hojas, flores e insectos; desde los peñascos, en lo alto del barranco, sobre las piedras salientes, desde las primeras horas de la mañana se quedaban en reposo, calentando su cuerpo, que al inicio de la mañana y en las tardes se enfriaba, por lo que se quedaban quietos sobre las lajas, calentando el cuerpo con el sol para cazar y desplazarse en búsqueda de forraje. Una de las iguanas me llamó la atención, se encontraba a una altura aproximada de treinta metros de altura, observaba todo como si se tratara de una atalaya, trataba que se moviera para que bajara, mis esfuerzos eran en vano; otra alternativa era que subiera a ese lugar y lanzarla, no obstante la inclinación del peñasco y lo frágil de la estructura del suelo impedían mi ascenso, no me quedó otra alternativa que lanzarle piedras, me cuadraba y las tiraba, haciendo mi mejor esfuerzo, mi brazo no era tan fuerte apenas llegaba cerca del sitio, aquello se convirtió en una competencia personal, picado por la imposibilidad de capturar el animal; el reptil se burlaba al ver al humano debilucho, sin hacer caso a mi impotencia para derribarla, ella continuaba semi aletargada por su cuerpo frío y carente de energía, en eso nos parecíamos carecíamos de energía.
La veía hermosa, impresionante con la cabeza grande, ojos redondos, los que de vez en cuando abría y cerraba, La cresta recorría como una sierra el dorsal de su cuerpo, calculo que desde la cabeza hasta la cabeza medía un metro de longitud, con escamas que recubrían su cuerpo de color atornasolado, entre verde y azul que variaba en la medida en que el calor y la luminosidad del sol se incrementaba.
Transcurrió una hora aproximadamente desde que inicié el lanzamiento de piedras, la iguana comenzó a percibir la proximidad de los impactos, de no alcanzarla subiría más en el barranco y la perdería, sucedió algo impresionante, tome una roca de menor tamaño que las anteriores la lancé con precisión y dio contra el cuerpo de la iguana, se desequilibró, perdió estabilidad y se desbarrancó, cayó de sopetón cerca del lugar en el que me conseguía, sin perder tiempo tomé el costal que llevaba para capturar los reptiles, atontada me permitió lanzarle el objeto y la tapé, la tomé por la cabeza, sentí su fuerza, se agitaba, trataba de aruñarme, la tenía en mi poder, me embargaba la satisfacción de la captura, mis genes recesivos de hombre cazador se manifestaron con ímpetu, tan embelesado estaba que en un descuido mordió mi dedo índice, abrió una herida profunda que sangraba profusamente, abrí mi mano como acto reflejo, lo que la iguana aprovechó para huir, se subió rauda y veloz por el tallo de un árbol alto, desde allí nos miramos, me marché a mi casa.

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